Pablo Díaz fue secuestrado el 21 de septiembre de 1976, en el marco del operativo conocido como La Noche de los Lápices. Pasó por Arana, donde fue torturado, y luego fue trasladado al Pozo de Banfield. En su declaración pidió que le saquen el beneficio de la prisión domiciliaria a los represores y bregó por justicia. “Ojalá no haya otros 37 años de espera”, dijo entre lágrimas.
Declaró ayer ante el TOF 1 de La Plata, en el marco de la audiencia 25 y relató todos los tormentos sufridos en su paso por el campo de Arana y el Pozo de Banfield. Contó que fue sometido a la picana eléctrica, a la práctica denominada “tenazas” y golpeado. Hizo hincapié en el trato como “mercancía” de las embarazadas en Banfield y como había compañeros de detención que iban a sesiones de tortura y no volvían.
“Agradezco haber sido víctima tan joven y estar hoy en el juicio pudiendo testimoniar”, planteó Pablo Díaz ante el TOF 1 de La Plata -integrado por Walter Venditti, Esteban Rodríguez Eggers y Ricardo Basilico- que juzga a 18 represores por las torturas, homicidios y ocultamiento de menores en perjuicio de casi 500 víctimas alojadas en tres centros clandestinos de detención durante la última dictadura cívico-militar: el Pozo de Banfield, el de Quilmes y El Infierno de Avellaneda.
Pablo tenía 16 años cuando fue secuestrado el 21 de septiembre de 1976 en su vivienda, ubicada en la calle 10 entre 40 y 41 de La Plata. Eran las 4 de la madrugada cuando un grupo de tareas de distintas fuerzas de seguridad entró a la casa. Recordó que él ya sabía que había secuestro de estudiantes secundarios y supo, en cuanto entraron, que iban por a buscarlo a pesar de tener seis hermanos. La certeza radicaba en que había tenido participación en centros de estudiantes y organizaciones estudiantiles, que fueron prohibidos con la dictadura. “Pudimos haber sido chicos que resistimos”, consideró, y precisó que eran definidos como “potenciales subversivos por la capacidad crítica de resistencia en los colegios secundarios”.
Cuando entraron a la casa, tiraron a todos al piso y revisaron, además de preguntar, toda la casa en busca de armas. También se robaron algunos objetos personales, como ropa y alhajas. “Tuve un ataque de nervios, lloraba, una vez que comprueban que no había armas, me ponen un pulover en la cabeza y se dicen ´nos vamos´”, explicó. Dos horas después, su familia hizo la denuncia en la comisaria segunda de La Plata. Pablo fue trasladado al campo de Arana, que luego reconoció en un reconocimiento de la Conadep (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas).
“Me bajan violentamente y me dejan contra la pared más de 24 horas, las piernas me temblaban y me pegaban en la cabeza y en la nariz. No querían que me tirara al piso. Después me llevaron a un cuarto, entre dos personas me desnudaron y me acostaron en un catre. Una tercera persona dirigía el interrogatorio”, señaló. Las preguntas estaban relacionadas a la participación en agrupaciones estudiantiles y políticas.
“Cuando les decía que no, me daban corriente eléctrica con picana en distintas partes del cuerpo, como genitales y algunas heridas. Cuando no aguantaba más, me pedían el nombre de algún chico pero yo no podía decir nada porque tenía los labios quemados. Seguían con la sesión y cuando terminaban, me llevaban arrastrándome sin vestir. Era llevado a una pieza, debíamos ser entre 11 y 14 personas”, relató. Precisó que le comentó a los demás que pensaba que había “una máquina de la verdad”, que era lo que le decían los represores.
A veces, los compañeros de encierro se iban a sesiones de tortura pero no volvían. En una oportunidad, le dieron un pinchazo en los pectorales y se dio cuenta que le faltaba la uña de un dedo del pie, cuando fue restituido a la celda. “Se jactaban de haberme aplicado la tenaza”, recordó. “Uno se va acostumbrando, va tomando las cosas con terrible normalidad. El campo se caracterizaba por tortura continua, no nos dejaban descansar ni un minuto”, dijo ante el TOF.
Luego, llegó el simulacro de fusilamiento. Del miedo se hizo pis y terminó cayendo al suelo. Al poco tiempo lo trasladaron al Pozo. Una semana sin comer y sin poder ir al baño debió atravesar en su celda. Dormía en el piso y llegó a tomar su propia orina. En este centro de detención, el foco estaba puesto en las mujeres embarazadas, a quienes luego despojarían de las criaturas nacidas en cautiverio.
Aseguró que Jorge Antonio Berges, uno de los represores juzgados en este proceso, las trataba como mercancía. “Era una joya a la que teníamos que cuidar, tenía su interés en que tuvieran familia. No les importaba la madre, les importaba el chico”, admitió. Recordó el nacimiento de uno de los bebés en la maternidad clandestina y la desaparición junto con la madre. Les dijeron que se los habían llevado a un campo. “Nosotros estábamos contentos”, recordó con tristeza.
Por otro lado, señaló que Claudia Falcone, otra de las adolescentes detenidas durante La Noche de los Lápices, le decía que “nunca más iba a poder ser mujeres” porque “había sido violada por adelante y por atrás”. Hizo hincapié en que declaró en muchos juicios pero recién hace dos años le preguntaron si hubo violencia de género o abusos. “Con el correr del tiempo, supe que no era el hambre, la tortura (la picana eléctrica, los golpes) y el encierro el dolor de Claudia. Lo más preciado que tiene una mujer es su cuerpo, decidir con quién hace el amor”, dijo entre lágrimas.
El desgarrador testimonio finalizó con un pedido claro: que los genocidas no sean beneficiados con la prisión domiciliaria. Señaló que hay “discusiones banales, cuantitativas” sobre si eran 30 mil o 9.000. Y propuso el ejercicio de imaginar una fila con 9.000 personas: “A la primera desnúdenla, pónganle picana eléctrica en pectorales, la vagina o en el pene, arránquenle las uñas y viólenla tantas veces como fuera posible, hasta cansarse, por adelante y por atrás. Después, péguenle un tiro en la nuca, levantenla y tirenla en una fosa común”. “Yo ruego por una sola persona, por un ser humano. Y piensen en 9000 en fila si quieren cuantitativamente obviar 20 mil más”, planteó.
En ese marco, pidió que “nunca le saquen la responsabilidad al ser humano de lo que es capaz de hacer, pregúntense para qué la Justicia, para ordenar al ser humano en su debilidad en poder hacer el bien y el mal constantemente”. “Sáquenle la prisión domiciliaria”, rogó Díaz, quien recordó que “el crimen de lesa humanidad es el peor crimen del mundo”. Y en ese llamado a la Justicia, planteó: “Ojalá no haya otro 37 años de espera”.
Son juzgados, por los delitos cometidos en el Pozo de Banfield y el Pozo de Quilmes, el ex ministro de Gobierno bonaerense durante la dictadura, Jaime Smart; al ex director de Investigaciones de la Policía bonaerense, Miguel Etchecolatz; el ex médico policial Jorge Antonio Berges; Federico Minicucci; Carlos Maria Romero Pavón, Roberto Balmaceda y Jorge Di Pasquale. También son juzgados Guillermo Domínguez Matheu; Ricardo Fernández; Carlos Fontana; Emilio Herrero Anzorena; Carlos Hidalgo Garzón; Antonio Simón; Enrique Barré; Eduardo Samuel de Lío y Alberto Condiotti. Por los crímenes de lesa humanidad cometidos en “El Infierno” también están imputados Etchecolatz, Berges y Smart y el ex policía Miguel Angel Ferreyro.
La Noche de los Lápices
El 16 de septiembre de 1976, un operativo conjunto de efectivos policiales y del Batallón 601 de Ejército secuestró a nueve jóvenes -de entre 16 y 18 años-, en su mayoría integrantes de la Unión de Estudiantes Secundarios (UES), que reclamaba por el boleto estudiantil secundario gratuito.
Claudio De Acha, María Clara Ciocchini, María Claudia Falcone, Francisco López Muntaner, Daniel Racero y Horacio Ungaro fueron arrancados de sus domicilios esa noche; en tanto que, al día siguiente, el 17 de septiembre, los represores apresaron a Emilce Moler y Patricia Miranda. Cuatro días después fue detenido Pablo Díaz, quien formaba parte de la Juventud Guevarista, un grupo vinculado al Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT).
Fueron conducidos al centro clandestino de detención “Arana”, donde se los torturó durante semanas, y luego se los trasladó al Pozo de Banfield. Fue el último centro de detención clandestino donde los vieron, que pertenecía a la Brigada de Investigaciones de Banfield y dependió del Regimiento de Infantería Mecanizada N°3, enmarcado en el denominado Circuito Camps. El predio también era conocido como “La Maternidad de la dictadura” porque un gran número de mujeres embarazadas detenidas fueron trasladadas y dieron a luz en ese lugar.
Moler, Díaz y Miranda recuperaron la libertad tras permanecer varios años entre cautivos y detenidos, así como también lo hizo Gustavo Calotti quien había sido secuestrado una semana antes que sus compañeros, en tanto que los seis restantes permanecen desaparecidos.
El juicio comenzó el 27 de octubre pasado y se extenderá por varios meses. El Tribunal Oral Federal (TOF) 1 de La Plata -integrado por Walter Venditti, Esteban Rodríguez Eggers y Ricardo Basilico- juzga a 18 represores, entre ellos Etchecolatz , Juan Miguel Wolk y el médico policial Jorge Berges, por cerca de 500 delitos de lesa humanidad cometidos en los centros clandestinos de tortura, detención y extermino conocidos como el Pozo de Banfield, el de Quilmes y El Infierno de Avellaneda.