Armando Mansilla fue rescatado de la calle cuando meses antes de morir era obligado a vender caramelos en la Rotonda de Alpargatas. Con 83 años, no conocía lo que eran los sábados y domingos, sin embargo la empatía de una buena persona le permitió ver la luz en los contextos más oscuros. Con lluvia, frio, padecía cada hora de su vida, trabajaba día tras día, sin pausas. Pero la bonomía de una familia de bien le permitió transitar sus últimos meses de vida rodeado de afecto y contención. A punto tal que Don Armando quiso aprender a leer y escribir y lo logró.
El abuelo se resguardó en el valor de la educación para, sin saberlo, dejar un ejemplo basado en que cuando hay voluntad siempre se puede progresar, fue así que logró alfabetizarse y plasmar en cuadernos un logro inconmensurable: escribir su propio nombre y con sus más de ocho décadas de vida; poder leer y escribir; un derecho humano inalienable a cualquier persona.
Don Armando tenía miedo, sus últimos años de vida, era obligado a vender caramelos; vivía con temor; quizás como una metáfora de los tiempos en los que vivimos donde en lugar de respetar a nuestros adultos mayores; las afrentas y descalificaciones son el denominador común. Todo se supo en el juicio que semanas atrás llevo adelante el Tribunal Oral N° 1 de Quilmes que condenó a Noemí Michelin a 6 años de prisión por “reducción a la servidumbre”; la mujer lo presionaba y explotaba a diario.
Las hojas de tareas de Don Armando Mansilla, en sus últimos meses de vida quiso aprender a escribir
Don Armando con sus 83 años era “el abuelo de los caramelos”; así lo llamaban los que lo veían en el amanecer de cada jornada y contemplando la caída del sol en inmediaciones de las estaciones de tren.
Pero ese destino esquivo cambió cuando fue rescatado de la calle, sus últimos días estuvieron signados por la felicidad, a punto tal que logró recuperar su autoestima y aprendió a leer y escribir; hizo adornos con mimbre; cada día hacía sus tareas, tenía avidez por adquirir conocimientos y así trazó sus primeros palotes.
Sin saberlo, pero con la sapiencia de los que peinan canas, Don Armando nos enseñó a todos los que pudimos conocer una pequeña porción de su historia de vida que el conocimiento es el motor para vivir o encontrar un motivo para salir adelante; aún en las realidades más hostiles.
“Debe entenderse que todos somos educadores. Cada acto de nuestra vida cotidiana tiene implicancias, a veces significativas. Procuremos entonces enseñar con el ejemplo”. Esta frase la dijo en 1995, en una conferencia en la Universidad de Tel Aviv, Israel, el ilustre René Favaloro; quizás estas líneas sean aplicables a esa familia anónima que le tendió una mano a Don Armando y le brindó felicidad y amor en sus últimos días de vida; demostrando que la empatía y el saber son valores que trascienden a los hombres y los tiempos.
Guillermo Troncoso
@TroncosoGuille